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Mario y Carlos en una montaña de Escazú, 1977
Artículo principal - Edición No. 313 - Septiembre de 2014
Mario Roldán Delgado
En el año 1976, un tiempo después que decidiera dejar los estudios en el Liceo de Escazú, donde cursé hasta tercer año, comencé a trabajar en el Cine Escazú como rotulista, siendo más tarde también boletero y en ocasiones desempeñando los cargos de misceláneo y operador de cine. Allí laboré por unos 10 años hasta que la sala de cine fue cerrada.
En mi mente permanecen aún los inolvidables momentos con mis amigos tomando fotografías, películas de cine súper 8, en montañas y potreros, encaramados en árboles y techos con mi hermano Marco y mi primo hermano Carlos Delgado (Cameo) —de grata memoria— y sus hermanos Rolando, Ademar y Rita y un grupo de amigos del vecindario.
Entre los principales protagonistas de nuestras aventuras —aparte de los ya mencionados— estaba mi vecino Aarón Gómez (Arinko), quien era el fotógrafo exclusivo y sus hermanos Carlomagno, Eduardo y Ruth, junto a las primas de ellos, Esther y Marta Marín.
Se sumaban al grupo los hermanos Jorge y Carlos Sandoval y su primo Mario Miranda (Carey), Tobías Brenes (Tobis), William Hernández (Doble U), Osvaldo León (Ovi), José María de Sárraga y Carlos Cartín, con los cuales recorrimos muchos kilómetros caminando o en bicicleta cuando íbamos a jocotear a Santa Ana o sino entrábamos por Guachipelín caminando hasta llegar a Puente de Mulas y salíamos a San Antonio de Belén y de ahí al balneario Ojo de Agua, un sábado o domingo.
Las cogidas de café
Cuando llegaba la época de la cosecha de café, varios amigos, vecinos y los primos nos apuntábamos a recolectar el grano de oro y así ganarnos un dinero extra, que en ese entonces pagaban 3 colones la cajuela.
La cajuela es una medida estándar equivalente a 12,9 kg de cerezas frescas de café y los canastos de bejuco tenían en promedio esa capacidad. En mi caso personal, en una jornada de 6 a.m. a las 3 p.m., recolectaba unas 5 o 6 cajuelas. Algunas personas muy rápidas podían coger 14 cajuelas, y aún más.
Nos levantábamos a las 4 a.m. y emprendíamos el camino estando aún oscuro, antes de la primera luz del alba, rumbo a alguno de los tres cafetales de Juanico Ramírez, cuyo mandador era Manuel Herrera, y posteriormente, Aniceto Bermúdez (Cheto).
En el cafetal era usual encontrarse con uno que otro obstáculo, entre ellos arañas, avispas y gusanos que picaban muy duro; entre los gusanos más temidos estaban los denominados ratón, perico y ciprés.
Una de las advertencias que daba el mandador de la finca, era que se cogiera solo café maduro, si se recogía algo de verde, al final lo obligaban a sacarlo y dejar solo el maduro. La excepción era la “repela” o final de cosecha donde se permitía coger verde y maduro.
Asimismo, estaba prohibido quebrar ramas y si por accidente se daba el percance, al final del día, cuando se medía el café recolectado, se le aplicaba un rebajo en el pago.
Los nombres con que conocíamos esas fincas cafetaleras eran El Perico, El Monte y donde Lolo; los dos primeros estaban ubicados en la montaña y el último muy cerca del distrito centro.
Para llegar al cafetal de El Perico, el cual tenía el recorrido más largo, llegábamos al cementerio Quesada y bajábamos hasta entrar a la calle del Jaboncillo, en el trayecto cruzábamos por los potreros en los que había muchos árboles de guayaba y, más adelante, pasábamos por la conocida calle de La Ventolera, hasta llegar a una ermita abandonada en el mismo sitio donde hoy se levanta el restaurante El Monasterio. Desde ese punto, seguíamos un trecho por la montaña hasta llegar a la finca.
En otro sector de la serranía, había un cafetal que le decían El Monte, que estaba más o menos unos dos kilómetros arriba de la escuela del barrio Corazón de Jesús, pero nosotros tomábamos la ruta más corta, por el lado de la urbanización Vista de Oro; llegando a este lugar había un río con una hermosa catarata muy alta, cubierta por la frondosa sombra de los árboles. En el recorrido nos encontrábamos con árboles de jocote y guaba, matas de tacaco y plantas de güisaro, que era una fruta roja pequeña.
El cafetal más céntrico quedaba por la desaparecida finca La Rosalinda, subiendo unos 300 metros del cementerio Zúñiga y que era conocido como donde Lolo.
En ocasiones fuimos al cafetal de Sadot Venegas, camino al Bebedero y de regreso a casa, ya entrada la tarde, pasábamos a los trapiches aledaños a pedir sobao o cachaza.
Las diversiones y paseos
En diversas oportunidades filmamos películas a color actuadas con mi cámara de cine súper 8, primero fueron cintas mudas y luego con sonido; nos divertíamos sobremanera creando argumentos y jugando de actores de cine.
Las mejengas después de la escuela en frente de la casa y en plena calle no podían faltar, en donde la mayoría de los muchachos del barrio participaban.
Jugar trompo o bolinchas a la vuelta de la esquina de lo que fuera la pulpería y cantina La Veranera, en la calle de tierra, formaba parte de nuestro sano esparcimiento, junto a otros juegos como escondido y salve la banca.
En esa época los ríos eran muy limpios y se podía encontrar ciertas formas de vida acuática: peces (barbudos, olominas, etc.), cangrejos y ranas.
Todo ese ambiente sano era una invitación para nadar en las pozas, donde además cortábamos varas de caña de bambú y saltábamos de piedra en piedra, usándolas como garrocha.
Entre las pozas que recuerdo estaba la del Canasto, que quedaba en Bello Horizonte, pasando primero por un trillo cerca de la inmensa piedra del Pico de los Leones; había una llamada la de Miguel Ángel, ubicada 100 metros este del centro comercial El Oriente y otra denominada la poza de Tula que quedaba 100 metros oeste del bar Los Reyes, cerca del puente.
En el distrito de San Rafael estaban otras pozas que también visitábamos a menudo, como la famosa poza del Piñal, el Túnel y el Brinco.
Nos gustaba mucho ir a acampar en tiendas de campaña a la Piedra Blanca, la Cruz y Bebedero de Escazú, cuando todo era tranquilo y no había tanta delincuencia como ahora.
Los paseos a La Cruz de Alajuelita eran fascinantes y un grupo de amigos iniciábamos la caminata hacia la montaña tomando la ruta desde la Guardia Rural de San Antonio hacia el sur o por la calle de Los Filtros.
La belleza del paisaje, el aire puro, la fauna y vegetación, regocijaban nuestros sentidos y nos deleitábamos comiendo una deliciosas frambuesas silvestres que abundaban en el lugar. Además, aprovechábamos para bañarnos en las limpias aguas del río que está al pie de la cima.
Al llegar a nuestro destino, la enorme Cruz de Montecristi, de acero sólido y 27 metros de altura, inaugurada el 19 de abril de 1933, nos recibía imponente y todos se sentaban a su alrededor para disfrutar del sabroso almuerzo o merienda que traían consigo, donde no faltaban los sanguches de frijol y huevo y un refresco natural o una Coca Cola litro para saciar la sed.
Ciertamente fueron tiempos mejores y muy diferentes, pues teníamos más lugares, libertad y entereza para hacer esas actividades sin temor. De esos gratos momentos, hoy solo quedan los buenos recuerdos en nuestra memoria, reviviendo una etapa de la historia que nunca volverá.
Revisado y complementado por Aarón Gómez y Marco Roldán
Ver edición impresa virtual (20 páginas)
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